SAN FRANCISCO NO ENCONTRÓ AL SULTÁN PARA DIALOGAR. Sino para evangelizar buscando el martirio

Hoy se festeja a San Francisco, Patrono de Italia. Estamos felices de conmemorarlo con un excelente artículo de Silvio Brachetta publicado en Vita Nuova de Trieste.


 

San Francisco nunca temió que el diálogo pudiera transformarse en disputa: «los herejes huían», porque «los signos de su santidad eran así tan evidentes, que ningún hereje osaba entrar en disputa con él» (Vita prima XXII).

Se ha escrito mucho, en la última década, del encuentro que San Francisco de Asís tuvo con el Sultán de Babilonia. El pobrecillo se fue a Tierra Santa enseguida enseguida de las operaciones bélicas relacionadas a la Quinta Cruzada (1217-1221) y se encontró predicando el Evangelio en presencia de Muhammad al-Malik al-Kamil, sobrino de Saladino. Muchos comentaristas han buscado negar o disminuir el alcance de la predicación y minimizar el evento a una suerte de diálogo informal, a la par, donde el franciscano habría asumido el papel de oyente de las razones de los otros.

Esta lectura sin embargo ha sido desmentida por las mismas fuentes franciscanas. La Leyenda Mayor es muy explícita, en el mérito: «Pero el ardor de la caridad lo empujaba al martirio; de manera que todavía una tercera vez intentó partir hacia los países infieles, para difundir, con la efusión de la propia sangre, la fe en la Trinidad» (IX, 7). San Francesco «predica al Sultán el Dios uno y trino y el Salvador de todos, Jesucristo», con «tanta valentía», con «tanta fuerza y fervor de espíritu» (IX, 8).

La Vita prima de [Tomás de] Celano tiene el mismo tenor: « ¿Quién pudiera describir la seguridad y el valor que tenía ante el Sultán a quien le hablaba, y la decisión y la elocuencia con la que respondía a quienes injuriaban la ley cristiana?» (n. 57).

FRANQUEZA FRANCISCANA

No tiene entonces fundamento la hipótesis de un diálogo, entre el Santo y el Sultán, sucedido con la característica de un coloquio genérico. Que después el franciscanismo haya asumido “súbitamente” la forma literaria de la exhortación, aparece claramente por las fuentes. No se habla de diálogo, en los textos, sino de «predicación», de «exhortación». Los frailes están invitados a predicar, no a dialogar. Y no se habla de diálogo, no porque esté ausente, sino como omnipresente en toda la historia franciscana. Y en vez de ausente, en las fuentes, cualquier retórica asociada al diálogo: los frailes y las hermanas nunca han estado silenciosos y llamarlos al diálogo habría sido del todo superfluo. El problema, simplemente, nunca se ha dado.

Las fuentes son una antología de la palabra, escrita y pronunciada: prédicas, exhortaciones, preguntas, respuestas, epístolas, poesías, oraciones, amonestaciones, elogios. Y, sin embargo, esta palabra no es nunca un discurso inútil, no es nunca un obsequio mundano, sino que representa un testimonio, que tiene el único propósito de presentar la verdad de Cristo, sin alguna reticencia o temor humano.

La intención de dar gloria a Dios y de buscar la salvación de las almas es algo central. En la carta a los gobernantes de los pueblos, San Francisco les hace una súplica, en la cual está contenida una advertencia: «Os suplico por tanto […] no olvidarse del Señor» y «no desviarse de sus mandamientos, ya que todos aquellos que se olvidan del Señor y se alejan de sus mandamientos, están malditos y serán olvidados por Él». No existe la preocupación, en el pobrecillo, de herir al interlocutor o de interrumpir el diálogo. Hay si acaso una índole franca, que nace de la conciencia de la propia identidad y pertenencia.

LA VERDAD ES LIBERADORA

San Francisco, en particular, «sabía no lisonjear las culpas, sino azotarlas». Él, es decir, supo «no halagar la conducta de los pecadores, sino abatirla con duros reproches»: era un «predicador de la verdad» de gran «firmeza de espíritu» y fue precisamente esta actitud suya la que capturó «personas de toda edad y de todo sexo» (LM 12, 8). Lo acompañaban prodigios y milagros, ya que el Seños estaba con él y lo sostenía.

De esta completa libertad de palabra, de este dominio de decir la verdad en todas partes, desbordaba en ríos la «laetitia» [alegría] franciscana. Alegría de amar, de sentirse amado, de ver realizarse la obra de Jesús, «camino, verdad y vida», de no preocuparse por las bofetadas recibidas y por las persecuciones. Más que ayudar a los pobres, él mismo fue pobre. Más que amar la caballería, él mismo fue caballero. Por este motivo Pío XII admiró el «alma de caballero» (Discurso, 5 de mayo de 1940 [aquí]). Más que dar disposiciones, obraba él mismo, sin admitir nada entre el decir y el hacer: “Es para llorar – decía el pobrecillo – que el predicador con la maldad de la vida destruye cuanto ha construido con la verdad de la doctrina” (LM VIII, 2).

San Francisco nunca temió que el diálogo pudiera transformarse en disputa, incluso alguno estaba tentado a corregirlo: «los herejes huían», porque «los signos de su santidad eran así tan evidentes, que ningún hereje osaba entrar en disputa con él» (Vita prima XXII).

 

[Traducción de Dominus Est. Artículo original]

*permitida su reproducción mencionando a DominusEstBlog.wordpress.com

 

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