‘Se necesita una verdadera reforma en la Iglesia, ¡que ponga la Cruz al centro!’: Cardenal R. Sarah

‘Dios nos eligió para adorarlo. Pero el hombre no quiere arrodillarse’: Cardenal R. Sarah

 

Dios nos eligió para adorarlo. Sin embargo, el ser humano no quiere arrodillarse. La adoración consiste en ponerse delante de Dios en una actitud de humildad y de amor.

No se trata de un acto puramente ritual, sino de un gesto de reconocimiento de la majestad divina. Este expresa una gratitud filial. No debemos pedir nada. Es fundamental permanecer en la gratuidad.

Para Joseph Ratzinger, después Benedicto XVI, la crisis de la Iglesia es esencialmente una crisis de fe.

Jesucristo es fuente única de salvación y de gracias por la Cruz. Es por el ofrecimiento de su muerte que, triunfante del pecado, nos da la vida sobrenatural, la vida de amistad con Él que terminará en vida eterna. Para encontrar en Jesucristo la vida de Dios que nos es dada, no hay otro camino que la Cruz, llamada por la Iglesia « spes unica », la « única esperanza».

Para que la desobediencia y el orgullo de Adán sean reparados, fue necesario que Jesús, por amor, se rebajara, « se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Flp. 2, 8-9).

 

[Traducción al español por Dominus Est.]


 

Por el Cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat. Dominus Est. 27 de abril de 2019.

 

Vemos cada día una masa inaudita de obras, de tiempos, de esfuerzos gastados con ardor y generosidad sin ningún resultado. Entonces toda la historia de la Iglesia muestra que basta un santo para transformar a miles de almas. Observamos, por ejemplo, al cura de Ars. Sin hacer otra cosa que ser santo y pasar horas frente al tabernáculo, ha atraído a multitudes de todas las regiones del mundo a un pequeño pueblo desconocido. Santa Teresa del Niño Jesús, muerta tuberculosa después de algunos años en un Carmelo de provincia, no hizo otra cosa que ser santa y de amar únicamente a Jesús; ahora ella ha transformado a millones de almas. La preocupación principal de todos los discípulos de Jesús debe ser la santificación. El primer lugar en nuestra vida debe ser dado a la oración, a la contemplación silenciosa y a la Eucaristía, sin lo cual todo lo demás sería vana agitación.

 

Los santos aman y viven en la verdad y se preocupan por llevar a los pecadores a la verdad de Cristo. Ellos jamás podrán callar esta verdad ni manifestar la menor complacencia hacia el pecado o el error. El amor por los pecadores y por aquellos que están en el error exige que combatamos sin piedad sus pecados y sus errores.

 

Los santos están a menudo ocultos a los ojos de sus contemporáneos. En los monasterios, ¿cuántos santos jamás serán conocidos por el mundo?

 

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Lamento que numerosos obispos y sacerdotes descuiden su misión esencial, que es su propia santificación y el anuncio del Evangelio de Jesús, para involucrarse en cuestiones sociopolíticas como el medio ambiente, las migraciones o los sin techo. Es un compromiso loable ocuparse de esas discusiones. Pero si descuidan la evangelización y su propia santificación, se agitan en vano. La Iglesia no es una democracia donde el mayor número termina por tomar las decisiones. La Iglesia es el pueblo de los santos. En el Antiguo Testamento, un pequeño pueblo siempre perseguido renueva sin cesar la santa Alianza por la santidad de su existencia diaria. En la Iglesia primitiva, los cristianos eran llamados los « santos » porque toda su vida estaba impregnada de la presencia de Cristo y de la luz de su Evangelio. Eran la minoría pero transformaron al mundo. Cristo nunca prometió a sus fieles que serían mayoría.

 

A pesar de los grandes esfuerzos misioneros, la Iglesia jamás ha dominado el mundo.

Pues la misión de la Iglesia es una misión de amor, y el amor no domina. El amor está ahí para servir y para morir, para que los hombres tengan la vida, y la vida en plenitud. Juan Pablo II decía también y con razón que no estamos más que en el comienzo de la evangelización.

La fuerza de un cristiano viene de su relación con Dios. Este debe encarnar la santidad de Dios en él, y vestir las armas de la luz (Rm. 13, 12) « con la verdad, revestida la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la paz. Abrazad en todo momento el escudo de la fe » (Ef. 6, 14-16). Esta armadura nos equipa poderosamente para la gran batalla de los santos, aquella de la oración. Ésta es una lucha: « Os exhorto, hermanos – escribe san Pablo a los Romanos – por nuestro Señor Jesucristo y por la caridad del Espíritu, a que me ayudéis en esta lucha, mediante vuestras oraciones a Dios por mí » (Rm 15, 30). «  Os saluda Epafras, que es de los vuestros, siervo de Cristo Jesús, que en todo momento combate por vosotros en sus oraciones, a fin de que perseveréis perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere de vosotros » (Col 4, 12).

El libro del Génesis cuenta una escena misteriosa: el combate físico entre Jacob y Dios. Estamos impresionados por Jacob, que osa pelear con Dios. El combate dura toda la noche. Jacob al inicio parece triunfar, pero su misterioso adversario le da un golpe en la articulación del muslo, relajándose el tendón del muslo de Jacob mientras luchaba con Él. Jacob llevará siempre la herida de esta lucha nocturna y se convirtiéndose así en el epónimo del pueblo de Dios: « No te llamarás ya en adelante Jacob, sino Israel, pues has luchado con Dios y con hombres y has vencido » (Gn. 32, 29). Sin revelar su nombre, Dios bendice a Jacob y le da un nombre nuevo. Esta imagen se convirtió en la imagen del combate espiritual y de la eficacia de la oración. La noche, en el silencio y la soledad, luchamos con Dios en la oración.

 

Los santos son hombres que luchan con Dios toda la noche hasta el amanecer. Esta lucha nos hace crecer, nos hace alcanzar nuestra verdadera estatura de hombres e hijos de Dios, pues « el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo […] nos eligió en Él antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en amor » (Ef. 1, 3-4).

Dios nos eligió para adorarlo. Sin embargo, el ser humano no quiere arrodillarse. La adoración consiste en ponerse delante de Dios en una actitud de humildad y de amor. No se trata de un acto puramente ritual, sino de un gesto de reconocimiento de la majestad divina. Este expresa una gratitud filial. No debemos pedir nada. Es fundamental permanecer en la gratuidad.

 

Para Joseph Ratzinger, después Benedicto XVI, la crisis de la Iglesia es esencialmente una crisis de fe.

En un discurso a la Curia, el 22 de diciembre de 2011, Benedicto XVI considera que « el núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, […] todas las demás reformas serán ineficaces ». Cuando Joseph Ratzinger habla de « crisis de fe », hay que entender bien que primero no se trata de un problema intelectual o teológico en el sentido académico del término. Se trata de una « fe viva », una fe que impregna y transforma la vida. « Si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo – añadió Benedicto ese día – todas las demás reformas serán ineficaces ». Esta pérdida del sentido de la fe es la raíz profunda de la crisis de civilización que vivimos. Como en los primeros siglos del cristianismo, cuando se derrumbaba el Imperio romano, todas las instituciones humanas hoy parecen estar en el camino de la decadencia. Las relaciones entre los hombres, ya sean políticas, sociales, económicas o culturales, se vuelven difíciles. Al perder el sentido de Dios, hemos socavado los cimientos de toda civilización humana, y abierto la puerta a la barbarie totalitaria.

Benedicto XVI explicó perfectamente esta idea en una catequesis del 14 de noviembre de 2012: « El hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos “ídolos” que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás ».

 

Quisiera insistir sobre esta idea. El hecho de negar a Dios la posibilidad de irrumpir en todos los aspectos de la vida humana es condenar al hombre a la soledad. Éste no es más que un individuo aislado, sin origen ni destino. Éste se encuentra condenado a errar por el mundo como un bárbaro nómada, sin saber que es hijo y heredero de un Padre que lo ha creado por amor y le llama a compartir su felicidad eterna.

 

Es un profundo error el creer que Dios vendrá a limitar y frustrar nuestra libertad. Al contrario, Dios viene a liberarnos de la soledad y dar sentido a nuestra libertad. El hombre moderno se ha hecho a sí mismo prisionero de una razón tan autónoma que se volvió solitaria y autista. « La Revelación es irrupción del Dios vivo y verdadero en nuestro mundo, ésta nos libera de las cárceles de nuestras teorías, cuyas rejas quieren protegernos contra la irrupción de Dios en nuestra vida. […] La miseria de la filosofía, es decir la miseria en la cual la razón positivista se precipitó, se convirtió en miseria de nuestra fe. Ésta no puede ser liberada si la razón no se abre a la novedad. Si la puerta del conocimiento metafísico permanece cerrada, si las fronteras del saber humano tal como las fija Kant son infranqueables, entonces la fe no puede más que decaer: le falta el aliento», escribía Joseph Ratzinger en « La théologie, un état des lieux » (Communio, XXII-1, febrero 1997).

Este malestar en la civilización remonta lejos. Llegó a un momento crítico a finales de la Segunda Guerra Mundial. El enfrentamiento de la Iglesia y de la modernidad creó en Occidente un sufrimiento y una duda en numerosos sacerdotes y cristianos. En 1996, en su conferencia al Katholikentag de Bamberg, el teólogo Joseph Ratzinger es particularmente explícito. Para ilustrar la situación de la Iglesia en el mundo contemporáneo, evoca la imagen de la catedral neogótica de Nueva York, rodeada y dominada por gigantes de acero, los rascacielos. Antiguamente, las flechas de las catedrales dominaban las ciudades evocando lo eterno; sin embargo, este edificio sagrado parece dominado y perdido en el mundo. La modernidad naciente despreciaba la Iglesia. Los intelectuales ya no comprendían su enseñanza. Se tenía la impresión de un malentendido imposible de disipar. Donde el deseo, que se encontraba en particular en los movimientos de la juventud, para liberarse de ciertos detalles externos anticuados y obsoletos. El corazón de la vida cristiana se hacía incomprensible para muchos, que terminaba por no mirar más que esos detalles secundarios. Joseph Ratzinger da como ejemplo el estilo anticuado de ciertos textos teológicos pre Vaticano II, el estilo exterior de la Curia romana, o el despliegue exagerado de pompas de liturgias pontificales barrocas. Era necesario suprimir esas causas de malentendidos y de escándalos inútiles. Era urgente expresar el corazón del Evangelio en un lenguaje que los hombres modernos pudieran comprender.

Cuando el Concilio Vaticano II, la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de ese tiempo, Gaudium et spes, quiso desempolvar la herencia para valorarla mejor. No obstante, cuando se trató de definir en términos nuevos la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo, se cayó en cuenta de que había muchos otros problemas en juego, que el solo ajuste de otro tiempo.

Es legítimo encontrar nuevas formas de evangelización que el mundo moderno pueda comprender y recibir, pero es ingenuo y superficial el querer a toda costa reconciliarlo con la Iglesia. Es incluso señal de una ceguera teológica. « En nuestro tiempo – declaraba Joseph Ratzinger en su discurso a la curia romana con motivo de la presentación de felicitaciones de Navidad en diciembre de 2005 – la Iglesia sigue siendo un «signo de contradicción» (Lc. 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana. El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como «apertura al mundo», pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas ».

En efecto, algunos se han apoyado en la noción de encarnación para afirmar que Dios venía al encuentro del mundo y lo había santificado, para ellos, el mundo y la Iglesia debían reconciliarse. Creían ingenuamente que ser cristiano se resumía en sumergirse alegremente en el mundo. Contra este irenismo adolescente, el cardenal Ratzinger hizo remarcar que la encarnación no puede comprenderse en el Nuevo Testamento que a la luz de la Pasión y de la resurrección. En la predicación de los apóstoles, la proclamación de la resurrección, ella misma inseparable de la Cruz, ocupa un lugar central. En el mismo discurso, declaraba:

« Si para la Iglesia volverse hacia el mundo significaba desviarse de la Cruz, aquello conduciría no a una renovación, sino a su fin »

 

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Quiero insistir sobre este punto esencial: Jesucristo es fuente única de salvación y de gracias por la Cruz. Es por el ofrecimiento de su muerte que, triunfante del pecado, nos da la vida sobrenatural, la vida de amistad con Él que terminará en vida eterna. Para encontrar en Jesucristo la vida de Dios que nos es dada, no hay otro camino que la Cruz, llamada por la Iglesia « spes unica », la « única esperanza ». La Cruz de la que san Pablo decía: « Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo » (Gal. 6, 14). San Pablo es directo: en su predicación, él no quiere conocer nada que no sea Jesucristo y « Jesucristo crucificado » (1Co. 2, 2).

Para que la desobediencia y el orgullo de Adán sean reparados, fue necesario que Jesús, por amor, se rebajara, « se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (Flp. 2, 8-9). Por estas palabras, fundamentales para el cristianismo, san Pablo explica que el triunfo de dios nace de la Cruz. La naturaleza humana, herida por el pecado de nuestros primeros padres que se habían negado a la vida de Dios por complacencia hacia ellos mismos, fue reparada por la Cruz. Fue necesario que nuestra naturaleza, asumida por Cristo, se hiciera instrumento de una inmolación, de una renuncia total por aceptación de la muerte en la obediencia de amor.

De este modo, la orientación de la Iglesia hacia el mundo no puede significar un alejamiento de la Cruz, una renuncia al escándalo de la Cruz. La Iglesia busca reformarse sin cesar, es decir, eliminar de su vida todos los escándalos introducidos por los hombres pecadores. Sin embargo, lo hace para valorar mejor el escándalo primero e irremplazable de la Cruz, el escándalo de Dios que va al encuentro de la Cruz por amor a los hombres. ¿Cómo no entristecerse por la avalancha de escándalos que hoy llegan por los hombres de la Iglesia? No solamente hieren el corazón de los pequeños sino, más gravemente, recubren con un velo negro la Cruz gloriosa de Cristo.

El pecado de los cristianos impide a nuestros contemporáneos de encontrarse de cara a la Cruz. Sí, se necesita una verdadera reforma en la Iglesia, ¡que ponga la Cruz al centro! No tenemos que hacer que la Iglesia sea aceptable según los criterios del mundo. Tenemos que purificarla para que ella presente al mundo la Cruz en toda su desnudez.

 

Robert Cardenal Sarah

 

Fragmento del libro ‘Le soir approche et déjà le jour baisse’ del Cardenal Robert Sarah, con Nicolás Diat.

Traducción al español por Dominus Est.

*permitida su reproducción mencionando a DominusEstBlog.wordpress.com

 

 

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Una respuesta a “‘Se necesita una verdadera reforma en la Iglesia, ¡que ponga la Cruz al centro!’: Cardenal R. Sarah

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