‘¡Nos hemos avergonzado de Dios!’: Card. R. Sarah – La crisis de Fe, colapso espiritual

¿En qué creer? Nos hemos avergonzado de los santos y de los mártires, nos hemos avergonzado de Dios, de su Iglesia y de su liturgia, hemos temblado ante el mundo y sus sirvientes.

En la historia de la Iglesia, es el « pequeño resto » el que ha salvado la fe. Algunos creyentes que permanecieron fieles a Dios y a su Alianza.

Ellos son la cepa que siempre va a renacer para que el árbol no muera. Así esté desprovisto, subsistirá siempre una pequeña tropa, un modelo para la Iglesia y el mundo.

 

Por el Cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat. Dominus Est. 24 de marzo de 2019.

 

¿Cómo definir la fe? La fe es entonces un « sí » a Dios. Ésta exige del hombre que deje sus dioses, su cultura, todas las certezas y las riquezas humanas para entrar en la tierra, la cultura y el patrimonio de Dios. La fe consiste en dejarse guiar por Dios. Se convierte en nuestra única riqueza, nuestro presente y nuestro futuro. Se convierte en nuestra fuerza, nuestro sostén, nuestra seguridad, nuestra roca inquebrantable sobre la que podemos apoyarnos. La fe se vive construyendo la casa de nuestra vida sobre la roca que es Dios (Mt 7, 24). También puede decir al hombre: « Si vosotros no me tenéis – dicho de otra manera, si vosotros no tenéis fe – no permaneceréis.» (Is 7, 9).

[…] Sólo un arrepentimiento salido de lo más profundo del corazón puede obtener el perdón y la misericordia de Dios.

 


 

LA CRISIS DE FE

El colapso espiritual y religioso

 

« Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra? »

(Lc 18, 8)

 

Parte I

La crisis de fe

 

NICOLAS DIAT: ¿Cree usted que nuestra época conoce una crisis de fe?

CARDENAL ROBERT SARAH: Permítame responderle con una analogía. Creo que la actitud del mundo moderno es a imagen de la cobardía de san Pedro en el momento de la Pasión, tal como se nos describe en el Evangelio. Jesús acaba de ser detenido. Pedro, quien lo ha seguido de lejos, entra en el patio del pretorio de Pilatos, sin duda profundamente trastornado. « Estando Pedro abajo, en el atrio, llegó una de las siervas del pontífice y, viendo a Pedro a la lumbre, fijó en él sus ojos y le dijo: “Tú también estabas con el Nazareno, con Jesús”. El negó, diciendo: “Ni sé ni entiendo lo que tú dices”. Salió fuera al vestíbulo y cantó el gallo. Pero la sierva, viéndole, comenzó de nuevo a decir a los presentes: “¡Este es de ellos!”. Pero el de nuevo negó, y, pasando un poco, otra vez los presentes decían a Pedro: “Efectivamente, tú eres de ellos, porque eres galileo”. Pero él se puso a maldecir y a jurar: “No conozco a ese hombre que vosotros decís.” » (Mc 14, 66-71).

Como Pedro, el mundo moderno ha desconocido a Cristo. El hombre contemporáneo tiene miedo de Dios, miedo de hacerse su discípulo. Dice: « No quiero conocer a Dios. » Ha temido la mirada de los demás. Se le ha preguntado al mundo si conocía a Cristo, y ha respondido: « No conozco a ese hombre. » Ha tenido vergüenza de sí mismo, y ha jurado: « ¿Dios? ¡No sé quién es! » Hemos querido brillar a los ojos del mundo y, tres veces, hemos desconocido a nuestro Dios. Hemos afirmado: No estoy seguro de Él, de los Evangelios, de los dogmas, de la moral cristiana. Nos hemos avergonzado de los santos y de los mártires, nos hemos avergonzado de Dios, de su Iglesia y de su liturgia, hemos temblado ante el mundo y sus sirvientes. Luego de haberlo traicionado, Jesús mira a Pedro. Lleno de amor y misericordia, ¡pero también cuántos reproches y justicia en aquella mirada! Pedro lloró amargamente. Él supo pedir perdón.

¿Aceptaremos cruzarnos con la mirada de Cristo? Yo creo que el mundo moderno desvía la mirada: tiene miedo. Éste no quiere ver su imagen reflejada en los ojos tan dulces de Jesús. Se encierra. Pero si se niega a dejarse mirar, terminará como Judas, en la desesperanza. Tal es el sentido de la crisis contemporánea de la fe. No queremos mirar hacia aquel que hemos crucificado. Corremos también hacia el suicidio. Este libro es un llamamiento al mundo moderno, para que acepte encontrarse con la mirada de Dios y pueda finalmente llorar.

 

¿Cómo definir la fe? ¿En qué creer?

Son preguntas que deberían perseguirnos constantemente. Debemos preguntarnos sobre el sentido de nuestra creencia, para evitar vivir en la periferia de nosotros mismos, en la superficialidad, la rutina o la indiferencia. Hay realidades vividas difíciles de definir tales como el amor o la experiencia de la intimidad interior con Dios. Esas realidades atrapan y agarran toda la existencia, la trastornan y la transforman desde el interior. Si queremos intentar balbucear cualquier cosa sobre la fe, diría que, para el cristiano, la fe es una confianza total y absoluta del hombre hacia un Dios encontrado personalmente. Algunos se proclaman no creyentes, ateos o agnósticos.

Para ellos, el espíritu humano se encuentra en una completa ignorancia en cuanto a la naturaleza íntima, el origen y el destino de las cosas. Esas personas son profundamente desdichadas. Se parecen a ríos inmensos que no tendrían fuentes para alimentar su vida. Se parecen a árboles que, siendo inexorablemente cortados de sus raíces, son condenados a morir. Tarde o temprano, se secan y mueren. Los hombres que o tienen fe son como personas que no tienen ni padre ni madre que los engendren y renueven en la percepción de su propio misterio. Empero la fe es una verdadera madre. En los Actos de los Mártires [Acta Martyrum], el prefecto romano Rusticus pregunta al cristiano Hiérax: « ¿Dónde están tus padres? » Éste le responde:

« Nuestro verdadero padre, es Cristo, y nuestra madre: la fe en Él. »

 

Es una gran desdicha no creer en Dios y estar privado de su madre.

Él está feliz de que haya hombres y mujeres que se dicen creyentes. Numerosos pueblos otorgan una importancia capital a la fe en un ser trascendente. Algunos tienen sus dioses, que a menudo son presentados bajo la forma de potencias más o menos personificadas que dominan a los hombres. Éstos inspiran terror y temor, miedo y angustia. De ahí la tentación de la magia y de la idolatría. Se imaginan que éstos exigen sacrificios de sangre para atraer su benevolencia o para calmar su ira.

En la historia de la humanidad, un hombre, Abraham, supo hacer un vuelco total al descubrir la fe como una relación esencialmente personal con un Dios único. Esta relación fue iniciada por la confianza sin reservas en la palabra de Dios. Abraham escucha una palabra y una llamada; él obedece inmediatamente. Se le pide, de manera imperativa y radical, dejar su tierra, su parentela y la casa de su padre, y partir « para la tierra que Yo te indicaré » (Gn 12, 1).

La fe es entonces un « sí » a Dios. Ésta exige del hombre que deje sus dioses, su cultura, todas las certezas y las riquezas humanas para entrar en la tierra, la cultura y el patrimonio de Dios. La fe consiste en dejarse guiar por Dios. Se convierte en nuestra única riqueza, nuestro presente y nuestro futuro. Se convierte en nuestra fuerza, nuestro sostén, nuestra seguridad, nuestra roca inquebrantable sobre la que podemos apoyarnos. La fe se vive construyendo la casa de nuestra vida sobre la roca que es Dios (Mt 7, 24). También puede decir al hombre: « Si vosotros no me tenéis – dicho de otra manera, si vosotros no tenéis fe – no permaneceréis.» (Is 7, 9).

La fe de Abraham se desarrolla, se arraiga y se fortifica en una alianza interpersonal hecha de lazos indestructibles con su Dios. La fe implica y exige fidelidad. Ésta última traduce y explica un compromiso inquebrantable de unirnos a Dios solo. La fidelidad es primero aquella de Dios siempre fiel a sus promesas, no abandona jamás a aquellos que le buscan (Sal 9, 11): « Haré con ellos una alianza eterna de no dejar de hacerles bien, y pondré mi temor en su corazón para que no se aparten de mí » (Jr 32, 40 ; Is 61, 8 ; Is 55, 3).

La fe es contagiosa. Si no lo es, es que está insípida. La fe es como el sol: ella brilla, ilumina, irradia y calienta todo lo que gravita alrededor de ella. Por la fuerza de su fe, Abraham arrastra a toda su familia y su descendencia a una relación personal con Dios. Ciertamente, la fe es un acto íntimamente personal, pero ésta debe también ser vivida y profesada en familia, en Iglesia, en comunión eclesial. Mi fe es la de la Iglesia. Es así que Dios se nombrará a sí mismo Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex 3, 6), el Dios de los padres del pueblo de Israel.

La fe es verdaderamente una relación fuerte entre Dios y su Pueblo Israel. Al principio, Dios toma la iniciativa de todo. Pero el hombre debe responder a esta iniciativa divina por la fe. La fe es siempre una respuesta de amor a una iniciativa de amor y de Alianza.

 

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La vida crece en una intensa vida de oración y de silencio contemplativo. Ésta se alimenta y se consolida en un cara a cara cotidiano con Dios, y en una actitud de adoración y de contemplación silenciosa. Ésta se confiesa en el Credo, celebrada en la liturgia, vivida en la práctica de los Mandamientos. Adquiere su creencia por medio de una vida de interioridad, de adoración y de oración. La fe es alimentada por la liturgia, por la doctrina católica y por el conjunto de la tradición de la Iglesia. Sus fuentes principales son la santa Escritura, los Padres de la Iglesia y el magisterio.

Si es arduo y difícil conocer a Dios y entablar relaciones personales e íntimas con Él, podemos verlo realmente, escucharlo, tocarlo, contemplarlo a través de su palabra y los sacramentos. Abriéndonos sinceramente a la verdad y a la belleza de la Creación, pero también por nuestra capacidad de percibir el sentido del bien moral, nuestra atención a la voz de nuestra conciencia porque llevamos en nosotros ese deseo y esta aspiración a una vida infinita, nos ponemos en buenas condiciones para entrar en contacto con Dios: « Pregunta a la hermosura de la tierra – dice san Agustín – pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo […] pregúntale a todas esas realidades. Todas te responderán: “Mira, somos bellos”. Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente bello? » (Serm. 241, 2).

A los ojos de muchos de nuestros contemporáneos, la fe es una luz suficiente para las sociedades antiguas. Pero, para los tiempos modernos, el tiempo de la ciencia y de la tecnología, es una luz ilusoria que impediría al hombre cultivar la audacia del saber. Ésta sería incluso un freno a su libertad y mantendría al hombre en la ignorancia y el miedo.

A esta mentalidad contemporánea, el papa Francisco responde con brillantez: « La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. […] Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Un hombre privado de la fe se parece a un huérfano o, como lo hemos dicho más arriba, se parece a alguien que jamás ha conocido ni a su padre ni a su madre.

Es triste y deshumanizante no tener padre o madre. Para los primeros cristianos, la fe, como encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo Jesús, era una “madre” porque les hacía llegar a la luz, ella engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que se debe estar listo para dar testimonio público hasta la entrega de su sangre, hasta la muerte.

» Pero hay que señalar con suficiente insistencia que la fe está inseparablemente ligada a la conversión. Ésta es una ruptura con nuestra vida de pecado, con los ídolos de todos los “becerros de oro” de nuestra propia fabricación para volver al Dios vivo y verdadero, por medio de un encuentro que nos desmorona y nos revierte totalmente. El encuentro con Dios es aterrador y pacificador al mismo tiempo. Creer significa entregarse a Dios y a su amor misericordioso, un amor que acoge siempre y perdona, sostiene y orienta la existencia, y se muestra poderoso en su capacidad de rectificar las deformaciones de nuestra historia.

La fe consiste en la disponibilidad de dejarse transformar siempre de nuevo por la llamada de este Dios, que constantemente nos repite: “Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y convertíos al Señor, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso” (Jl 2, 12-13). Pero nuestro regreso hacia el Señor, nuestra verdadera conversión por una respuesta de amor, por una nueva Alianza con Él, deben efectuarse en la verdad y de manera encarnada y no únicamente de manera teórica o por sutilezas teológicas o canónicas. Nosotros, no somos muy diferentes del Pueblo de la Primera Alianza. A menudo golpeado por la mano de Dios, por sus adulterios y sus infidelidades, Israel creyó poder encontrar en una penitencia sin futuro y sin raíces profundas, su regreso a la gracia y su liberación. Los profetas rechazan enérgicamente esta penitencia superficial, sentimental, sin ruptura real con su pecado, sin verdadero abandono de su estado de pecado y de sus ídolos que han acaparado su corazón. Sólo un arrepentimiento salido de lo más profundo del corazón puede obtener el perdón y la misericordia de Dios.

» La fe es también sobre todo una realidad eclesial. Es Dios quien nos da la fe a través de nuestra santa madre la Iglesia. Así la fe de cada uno de nosotros se inserta en la de la de la comunidad, en el “nosotros” eclesial. La luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús […] Y la luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar el mundo de frutos » (Lumen fidei n. 37).

Es imposible creer solo, como es imposible nacer de sí mismo o de engendrarse a sí mismo. La fe no es solamente una decisión individual que el creyente toma en su interior, la fe no es una relación aislada entre el ‘yo’ del fiel y el ‘Tú’ divino, entre el sujeto autónomo y Dios. Algunos hoy quisieran reducir la fe a una experiencia subjetiva y privada. Sin embargo, la fe se da siempre en la comunidad de la Iglesia, pues es ahí donde Dios se revela en plenitud y se deja encontrar tal como es en verdad.

 

 

En su entrevista sobre la fe, Joseph Ratzinger escribe: « No hay una mayoría contra la mayoría de santos: ¡la verdadera mayoría son los santos de la Iglesia y son los santos quienes deben orientarnos! » ¿En qué, la prioridad dada a la santidad, es hoy una resonancia particular?

Algunos quisieran que la Iglesia se transforme con base en el modelo de las democracias modernas. Se confiaría el gobierno a la mayoría. Pero eso se convertiría en hacer de la Iglesia una sociedad humana y no la familia fundada por Dios.

En la historia de la Iglesia, es el « pequeño resto » el que ha salvado la fe. Algunos creyentes que permanecieron fieles a Dios y a su Alianza. Ellos son la cepa que siempre va a renacer para que el árbol no muera. Así esté desprovisto, subsistirá siempre una pequeña tropa, un modelo para la Iglesia y el mundo. Los santos han encontrado a Dios. Esos hombres y esas mujeres han encontrado lo esencial. Ellos son la piedra angular de la humanidad. La tierra renace y se renueva por los santos y su unión inquebrantable a Dios y a los hombres que quieran llevar hacia la salvación eterna.

 

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Ningún esfuerzo humano, por talentoso o generoso que sea, puede transformar un alma y darle la vida de Cristo. Sólo la gracia y la Cruz de Jesús pueden salvar y santificar las almas y hacer crecer la Iglesia. Multiplicar los esfuerzos humanos, creer que los métodos y las estrategias tienen por sí mismas una eficacia será siempre una pérdida de tiempo.

Sólo Cristo puede dar su vida a las almas; Él la da en la medida en que Él mismo vive en nosotros y se ha apoderado enteramente de nosotros. Él está así en los santos. Toda la vida de los santos, todas sus acciones, todos sus deseos son habitados por Jesús. La medida del valor apostólico del apóstol reside únicamente en su santidad y en la densidad de su vida de oración.

 

Robert Cardenal Sarah

 

 

Fragmento del libro ‘Le soir approche et déjà le jour baisse’ del Cardenal Robert Sarah, con Nicolás Diat.

Traducción al español por Dominus Est.

*permitida su reproducción mencionando a DominusEstBlog.wordpress.com

 

 

 

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