La lujuría, sus hijas y sus perversiones según el Doctor Angélico

¿Qué pensar sobre la ideología de género propuesta por el Lobby LGBT internacionalmente?

 

Por León de Manresa. Dominus Est. 18 de julio de 2018.

 

Como ya estudiamos en el artículo anterior [Leer aquí] las bondades y de manera general en lo que toca a la castidad desde el pensamiento del Aquinate, ahora toca analizar la lujuria, su vicio opuesto. El deseo desordenado de los placeres sexuales, es decir, el uso de la facultad generativa contra sus fines naturales o fuera del matrimonio. La lujuria es un pecado capital. Es decir, es la madre de muchos pecados que de ella se derivan. Santo Tomás entre sus hijas distingue ocho, que ya habían sido determinados por San Gregorio Magno, a saber, “la ceguera de la mente, la inconsideración, la inconstancia, la precipitación, el egoísmo, el odio a Dios, el amor al presente y la desesperación de la vida futura”.[1]

 

            Veamos lo que dice el Aquinate sobre la ceguera espiritual, la “ceguera de la mente” que es parecida al defecto de la vista.

“Como la ceguera corporal es la privación de lo que es principio de visión corporal, así también la ceguera de la mente es privación de lo que es principio de la visión mental o intelectual. Y este principio es, en realidad, triple. El primero: la luz de la razón natural. Esta luz, por pertenecer a la naturaleza específica del alma racional, jamás se apaga en ella. A veces, sin embargo, se encuentra impedida para realizar su propio acto por la rémora que le ofrecen las fuerzas inferiores de las cuales necesita el entendimiento humano para entender, como puede comprobarse en los amentes y furiosos, tema del que ya hemos tratado (1 q.84 a.7 y 8). Otro principio de la visión intelectual es cierta luz habitual sobreañadida a la luz natural de la razón, luz de la que también se priva a veces el alma. Esta privación es la ceguera, que es pena, en el sentido de que la privación de la luz de la gracia se considera como una pena. Por eso se dice de algunos: Les ciega su maldad (Sab 2,21). Finalmente, hay otro principio de visión intelectual, y es todo principio inteligible por el que entiende el hombre otras cosas. A este principio inteligible puede o no prestar atención la mente humana, y el que no le preste atención puede acontecer de dos maneras. Unas veces, porque la voluntad se aparta espontáneamente de su consideración, conforme a lo que leemos en la Escritura: Ha renunciado a ser cuerdo y a obrar bien (Sal 35,4). Otras veces, por ocuparse la mente en cosas que ama más y alejan la atención de ese principio, según las palabras del salmo: Cayó sobre ellos el fuego —de la concupiscencia— y no vieron el sol (Sal 57,9). En ambos casos la ceguera de la mente es pecado”.[2]

 

Así le pasa al lujurioso que ama desenfrenadamente el placer sexual, además el entendimiento pide abstracción de lo que es sensible. La lujuria es el vicio que hace que se fijen más fuertemente en el entendimiento las imágenes sensibles no dejando lugar a la abstracción.

 

La perfección de la operación intelectual en el hombre consiste en la capacidad de abstracción de las imágenes sensibles. Por eso, cuanto más libre estuviere de esas imágenes el entendimiento humano, tanto mejor podría considerar lo inteligible y ordenar lo sensible. Como afirmó Anaxágoras, es preciso que el entendimiento esté separado y no mezclado para imperar en todo, y es asimismo conveniente que el agente domine la materia para poderla mover. Resulta, sin embargo, evidente que la satisfacción refuerza el interés hacia aquello que es gratificante, y por esa razón afirma el Filósofo en X Ethic. que cada uno hace muy bien aquello que le proporciona complacencia; lo enojoso, en cambio, o lo abandona o lo hace con deficiencia. Ahora bien, los vicios carnales, es decir, la gula y la lujuria, consisten en los placeres del tacto, o sea, el de la comida y el del deleite carnal, los más vehementes de los placeres corporales. De ahí que por estos vicios se decida el hombre con resolución en favor de lo corporal, y, en consecuencia, quede debilitada su operación en el plano intelectual. Este fenómeno se da más en la lujuria que en la gula, por ser más fuerte el placer venéreo que el del alimento. De ahí que de la lujuria se origine la ceguera de la mente, que excluye casi de manera total el conocimiento de los bienes espirituales; de la gula, en cambio, procede el embotamiento de los sentidos, que hace al hombre torpe para captar las cosas. A la inversa, las virtudes opuestas, es decir, la abstinencia y la castidad, disponen extraordinariamente al hombre para que la labor intelectual sea perfecta. Por eso se dice en la Escritura: A estos jóvenes —es decir, a los abstinentes y continentes— les dio Dios sabiduría y entendimiento en todas las letras y ciencias (Dan 1,17).[3]

 

Los lujuriosos descuidan o no saben mirar lo espiritual y también están casi imposibilitados para el conocimiento científico. Carecen de un sentido intelectual agudo, aquel que hace que, al momento de percibir la propiedad de las cosas o en su efecto, comprende la naturaleza de las mismas y llega hasta penetrar los menores detalles de la realidad.[4] La lujuria impide penetrar en el sentido profundo de la realidad desde el de las cosas hasta el de la historia. No permite ascender de lo material a lo espiritual, ni de las creaturas al Creador. En cambio, la virtud opuesta de la castidad dispone altamente para la perfección de la operación intelectual.[5]

            Ahora bien, analizemos la segunda de las hijas de la lujuría que es la precipitación la cual es la privación del consejo debido.[6] El consejo, según Santo Tomás, es el acto por el que se consulta o indaga y se delibera sobre los medios y circunstancias para obrar. Conviene realizarlo sin precipitaciones porque “en la deliberación deben considerarse muchos datos particulares”.[7]

 

            “En los actos del alma hay que entender la precipitación en sentido metafórico, por semejanza con el movimiento corporal. En éste decimos que una cosa se precipita cuando desciende de lo más alto a lo más bajo por el impulso del propio cuerpo o de algo que le impele sin pasar por los grados intermedios. Ahora bien, lo más elevado del alma es la razón, y lo más bajo, la operación ejercida por medio del cuerpo. Los grados intermedios por los cuales hay que descender son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para asentir a la opinión de los mayores. A través de estos pasos desciende ordenadamente el juicioso. Pero quien es llevado a obrar por el impulso de la voluntad o de la pasión, saltando todos esos grados, incurre en precipitación. Y dado que el desorden en el consejo es propio de la imprudencia, resulta evidente que bajo ella esté contenido también el vicio de la precipitación”.[8]

 

            La lujuria de tal modo sumerge al hombre en las cosas sensibles que llega hasta hacerle imposible el juicio[9], la tercera hija de la lujuria es la inconsideración, acto contrario al juicio que debemos hacer. Santo Tomás siempre enseñó que deben considerarse las razones que sirven de fundamento al juicio práctico. Afirma que la inconsideración es pecado porque:

            “La falta de juicio recto es propia del vicio de inconsideración, cuando se produce por desprecio o por descuido en tener en cuenta aquellas circunstancias de las cuales procede el juicio recto”.[10]

 

            La cuarta hija de la lujuria es la inconstancia que va en contra el imperio u orden de ejecutar el acto.

“La inconstancia entraña cierto abandono de un buen propósito definido. El principio de ese abandono radica en la voluntad, pues nadie abandona una resolución buena que ha tomado sino porque sobreviene algo que seduce desordenadamente. Mas ese abandono no se hace definitivo sino por defecto de la razón, que incurre en engaño repudiando antes lo que había aceptado rectamente, y si no resiste a los embates de la pasión pudiendo hacerlo, hay que imputarlo a su debilidad, que no se mantiene firme en el bien emprendido. Por eso la inconstancia, en cuanto a su consumación, nace de un defecto de la razón. Ahora bien, así como toda rectitud de la razón práctica pertenece, de algún modo, a la prudencia, así todo defecto de la misma pertenece a la imprudencia. Por eso, igual que la precipitación proviene de un defecto en el acto de consejo, y la inconsideración en el acto de juicio, la inconstancia se produce por defecto en el acto de imperio; por eso decimos que es inconstante aquel cuya razón no impera los actos deliberados y juzgados.

 

El egoísmo, afirma Santo Tomás, es el origen de todos los vicios. Como declara San Agustín en la Ciudad de Dios: “El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios” (XIV, c.28) es el principio de todo pecado.

“Por parte de la voluntad encontramos un doble acto desordenado. El primero es el deseo del fin. Bajo este aspecto tenemos el egoísmo, que busca el deleite de un modo desordenado y, como vicio contrapuesto, el odio a Dios, quien prohibe el deleite deseado. Existe también el deseo de los medios, que se ve impedido por el amor a la vida presente, en la cual el hombre quiere disfrutar del placer, y como vicio contrapuesto, la desesperación de la vida futura, en cuanto que, al detenernos excesivamente en los placeres carnales, no nos preocupamos de los espirituales, que nos disgustan”.[11]

 

En cuanto al odio a Dios, explica Santo Tomás que cabe con respecto a Dios, el odio, opuesto al amor. No es un odio a Dios en cuanto visto en sí mismo. Como bondad suma, sin mezcla de mal, a Dios no se le puede odiar.

“Dios es por esencia la bondad misma, a la que nadie puede odiar, ya que, por definición, el bien es lo que se ama. Por eso resulta imposible que quien ve por esencia a Dios le odie”.

 

Todo odio, por ser un acto de repulsión de las facultades apetitivas, requiere conocimiento. A Dios se le puede conocer en sí mismo o en sus efectos. Únicamente puede darse en el hombre el odio a Dios, según el modo que le es posible conocerle en esta vida y, por tanto, en sus efectos. Sólo es posible el odio a Dios en sus obras y todavía no en todas. Como en el ser, vivir y entender, las criaturas se asemejan a Dios, que es la plenitud del ser y, por tanto, de la vida y del espíritu, no se le puede odiar porque es su origen y ejemplar o modelo, al que en ellos son semejanzas y participaciones. Sin embargo, algunas obras de Dios pueden repugnar a la voluntad humana desordenada. De modo parecido a como el reo puede odiar al juez, no por ser quien es, sino por ser quien castiga su actitud perversa.

 

“Hay efectos que contrarían a la voluntad humana desordenada, como, por ejemplo, la inflicción de un castigo, la cohibición de los pecados por la ley divina que contraría a la voluntad depravada por el pecado. Ante la consideración de estos efectos puede haber quien odie a Dios, porque le considera como quien prohibe pecados e inflige castigos”.[12]

 

Tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Esta abominación se tiene de un modo consciente y voluntario. En el odio a Dios la aversión es esencial y por sí misma. Por ello, el odio a Dios es el mayor de los pecados. La gravedad de una culpa se mide por el grado de aversión a Dios, por cuanto se da directa y esencialmente. En cambio, entre los demás pecados se da de una manera indirecta y accidentalmente.

 

“En todo pecado mortal se da cierta aversión respecto al bien inmutable y conversión al bien transitorio, aunque de distintos modos. Efectivamente, respecto al bien inmutable se consideran principalmente como aversión hacia el mismo los pecados opuestos a las virtudes teologales, como el odio a Dios, la desesperación y la infidelidad, ya que las virtudes teologales tienen por objeto a Dios. De manera consecuente, conllevan una conversión al bien transitorio en cuanto que el alma, abandonando a Dios, por necesidad se ha de convertir a otras cosas. Los demás pecados, en cambio, consisten principalmente en la conversión al bien transitorio, y, consiguientemente, en la aversión del bien inmutable; así, quien comete fornicación no tiene intención de apartarse de Dios, sino de gozar del placer carnal, y de ello se sigue la separación de Dios.[13]

 

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Las dos últimas hijas de la lujuria, explica Santo Tomás, nacen de un segundo acto desordenado de la voluntad: El apetito de los medios que lleva al:

“Existe también el deseo de los medios, que se ve impedido por el amor a la vida presente, en la cual el hombre quiere disfrutar del placer, y como vicio contrapuesto, la desesperación de la vida futura, en cuanto que, al detenernos excesivamente en los placeres carnales, no nos preocupamos de los espirituales, que nos disgustan.[14] Se llama propiamente amor mundano a aquel, por el que uno se adhiere al mundo como fin último; y así el amor mundano es siempre malo.[15]

 

De este amor nace lo que se denomina temor mundano, que aparta al hombre de Dios, porque se tiene miedo de él, en cuanto excluye a los bienes mundanos, en los que se ha puesto el bien último de la vida. “El temor mundano procede del amor mundano como de su mala raíz, y por esto siempre es malo”[16].

 

La última hija de la lujuria es la desesperación de la vida eterna.

“Pues bien, el que alguien pierda el sabor de los bienes espirituales o no le parezcan grandes, acontece principalmente porque tiene inficionado el afecto por el aprecio de los placeres corporales, entre los que sobresalen los venéreos. En efecto, la afición a estos placeres induce al hombre a sentir hastío hacia los bienes espirituales y ni siquiera los espera como bienes arduos. Desde esta perspectiva, la desesperación tiene como causa la lujuria”.[17]

 

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Ya Santo Tomás en sus tiempos había citado otras cuatro “hijas de la lujuria” que consistían en pecados de palabra, señalados por San Isidoro de Sevilla, maestro aún más antiguo (560-636), a saber:

“Los vicios enumerados por San Isidoro son actos externos desordenados que se refieren, sobre todo, a la comunicación externa. En cuanto a ésta, puede darse un desorden por cuatro conceptos. En primer lugar, por razón de la materia del discurso, en cuyo caso tenemos las conversaciones torpes. En efecto, puesto que de la abundancia del corazón habla la boca, como leemos en Mt 12,34, el lujurioso, cuyo corazón está lleno de torpes deseos, fácilmente pronuncia palabras obscenas. En segundo lugar, por parte de la causa. Dado que la lujuria produce inconsideración y precipitación, es lógico que obligue a pronunciar palabras poco pensadas, que llamamos tontas. En tercer lugar, por razón del fin, ya que el lujurioso, al buscar el deleite, ordena hacia él sus palabras, y así pronuncia palabras jocosas. En cuarto lugar, en cuanto al sentido de las palabras, que la lujuria pervierte por la ceguedad mental que produce. De ahí que fácilmente se incline a pronunciar necedades, dado que con sus palabras prefiere los deleites que apetece a cualquiera otra cosa.

 

En cuanto al sentido de las palabras… el lujurioso prefiere cambiarlo para expresar su concupiscencia. Por eso no nos dejemos engañar con el supuesto “lenguaje inclusivo” usando soflamas como “las y los estudiantes” “todes”, y un sinfín más que no viene al caso citar aquí pero que ya todos hemos escuchado. Este lenguaje se disfraza con el carácter de incluyente, sin embargo, por debajo esconde la concupisencia de quien lo utiliza.

 

León de Manresa

 Dominus Est.

 

*permitida su reproducción mencionando a DominusEstBlog.wordpress.com

 

REFERENCIAS:

[1] SAN GREGORIO MAGNO, Moralium libri, lib. XXXI c.45: PL 76,621.

[2] STh. II-II q.15 a.1 in c.

[3] Idem, a.3 in.c

[4] Idem a.2 in.c

[5] Idem a.3 in.c

[6] Idem q.153 a.5 in.c

[7] Idem q.53 a.3 ad.3

[8] Idem a.3 in.c

[9] Cuando juzgamos con prontitud, sin detenernos a analizar las cosas puede que en el fondo estemos fallando en la castidad y la imprudencia en el fallo de nuestro razonamiento quiera ser el cobertor de nuestros propios deseos desordenados.

[10] Idem a.4 in.c

Esto se da mucho hoy en día en católicos “pseudotradicionalistas” que no toman en cuenta razones. No hay fuerza humana que los haga entender y salir del error en los que están. Siendo tan así que se hacen de oídos sordos ante quienes solo se preocupan por su retorno a la Iglesia.

[11] Idem q.153 a.8 in.c

[12] Idem q. 34 a.1 in.c

[13] Idem q.20 a.1 ad.1

[14] Idem q. 153 a.5 in.c

[15] Idem q. 19 a.3 in.c

[16] Idem a.3 in.c

[17] Idem q.20 a.4 in.c

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