Los bautizados en la fe católica tenemos una misión en el mundo: ser testigos de Jesucristo y dar la batalla por Él.
Por Guy Fawkeslein. Dominus Est. 10 de septiembre de 2019.
La Asunción, el Signo de los Pueblos (III)
«Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17). Así concluye este signo del cielo dado a la humanidad. La Iglesia se mantiene en pie en medio del mundo y en medio de la atribulación. Los bautizados en la fe católica tenemos una misión en el mundo: ser testigos de Jesucristo y dar la batalla por Él.
En estos días en que nos vamos a acercando al final del verano y al inicio de un curso nuevo, no sabemos que se nos tiene dispuesto pero sí sabemos que la providencia no abandona. Estamos seguros de que con la Asunción de María en el seno de la Santísima Trinidad hay dos corazones humanos a los que se ha entregado el juicio de la humanidad. Al Hijo, Jesucristo que, tras su entrada en el cielo con su verdadera humanidad glorificada, el Padre le ha entregado la potestad de juzgar a los vivos y a los muertos para la vida eterna o para condenación eterna. Y a ella, a la Virgen María, que esta íntimamente asociada a la redención obrada por su Hijo, con su corazón virginal e inmaculado, se le ha concedido ser abogada de gracia, omnipotencia suplicante y mediadora ente su Hijo.
De esto se desprende, lógicamente, que tras su asunción en cuerpo y alma a los cielos, la Virgen no haya cesado de comunicar a la humanidad distintos medios para que puedan ser salvados en el día del juicio. Ella nos dio, entre otras cosas, el escapulario y el Rosario. Ella se nos ha aparecido en revelaciones privadas en Fátima, en Lourdes, y en tantos otros lugares que gozan de más o menos fama. De todos ellos, el mensaje que se extrae es el mismo: rezar por la paz, hacer penitencia por los pecados propios y ajenos, comulgar y confesar con frecuencia.
Es cierto que en nuestra debilidad podemos correr el riesgo de cansarnos en este angosto camino de la Salvación. Por eso, hemos de hacer de la cruz un báculo en que apoyar nuestro desvalimiento. La cruz de Jesús es nuestra fuerza y el estandarte que nos guía en la marcha a través de los siglos. La cruz es nuestra gloria y el camino hacia la gloria. Y María está acompañando esta ruta cuya senda esta trazada.
Ella, María Santísima, no nos abandonado en estos dos milenios de cristianismo. Ella ha alentado las grandes gestas que en favor de la difusión de la fe se han acometido. Ella ha preservado a la Iglesia de la corrupción de las herejías, manteniendo puro el depósito de fe que se nos legaron los apóstoles y el bimilenario Magisterio de la Iglesia. En estos tiempos, en que la estirpe de la mujer vestida de sol debe enfrentarse a la estirpe de la antigua serpiente, no podemos claudicar de nuestra fe y de nuestra tradición católica, al contrario, aun con más fuerza debemos confiar en lo que Dios ha dispuesto para nosotros: fidelidad al Sumo Pontífice, adoración profunda al Santísimo Sacramento, rezo devoto del santo Rosario y ejercicio generoso de la caridad.
Creciendo en estas sencillas prácticas de fe alcanzaremos la paz del alma, la valentía en el ánimo, y la concentración en la cruz.
Guy Fawkeslein
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Lea la primera y segunda parte de esta publicación en:
La Asunción, el Signo de los Pueblos (II). En María, la Iglesia tiene una intercesora y una madre